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García Sanabria, acusado de ‘Futbófobo’

Once original del Tenerife en la temporada 1922-1923. De izquierda a derecha, Víctor, Francisquillo, Bello, Baudet, Cabrera, Cárdenes (de pie), Julio, Raúl, Graciliano, Reyes y Espinosa

El auge del fútbol y la irrupción del CD Tenerife en la vida local, a comienzos de los 20, generó más de un quebradero de cabeza a las autoridades municipales

BOTA HELIODORO – 24 junio 2020 / JUAN GALARZA

El nacimiento del Club Deportivo Tenerife, en el verano de 1922. marcó el resurgimiento del fútbol en la capital santacrucera, y por extensión en toda la isla. Tras el impulso alcanzado en la primera década del pasado siglo, aquella práctica importada de tierras inglesas había caído en cierta atonía, hasta que un grupo de entusiastas seguidores decidió refundar el viejo Sporting Tenerife, bajo el liderazgo del cónsul de Uruguay en las islas, Mario García Cames.

A medida que el once blanquiazul disputaba sus partidos en el antiguo campo del Sporting, localizado junto al barranco de Santos, donde hoy confluyen las calles Miraflores y Alfaro, crecía el número de seguidores del team isleño. Bastaba la organización de un entrenamiento con el segundo equipo de la entidad, como el disputado el 1 de octubre el año citado, para que miles de aficionados acudieran a la cita.

Once original del Tenerife en la temporada 1922-1923. De izquierda a derecha, Víctor, Francisquillo, Bello, Baudet, Cabrera, Cárdenes (de pie), Julio, Raúl, Graciliano, Reyes y Espinosa
Once original del Tenerife en la temporada 1922-1923. De izquierda a derecha, Víctor, Francisquillo, Bello, Baudet, Cabrera, Cárdenes (de pie), Julio, Raúl, Graciliano, Reyes y Espinosa

Con el paso de los meses, el conjunto preparado por Augusto Hardisson tomaba fuste y acumulaba triunfos. Uno tras otro. Ningún rival era capaz de doblegarle y todos sus integrantes adquirían la condición de ídolo entre sus seguidores: el guardameta Emilio Baudet, los defensas Manolo Cabrera y Pedro Rodríguez Bello, los medios Agustín Espinosa, Francisquillo Martín y Joaquín Cárdenes y los delanteros Julio Fernández del Castillo, Sebastián Romero, Raúl Molowny, Graciliano Luis y Antonio Pérez. El equipo artista, como se le llegó a denominar.

Sin embargo, aquel auge empezó a generar consecuencias imprevistas en el marco de una ciudad con un perfil social más bien reposado. Por ejemplo, la chiquillería se apuntó a la moda y la práctica del fútbol se generalizó en cualquier esquina, con las molestias que generaba en buena parte del vecindario, sobre todo cuando la pelota impactaba en los viandantes o, peor aún, en la ventana de más de un domicilio, haciendo añicos la cristalera.

Tal fue la fiebre futbolística entre los más jóvenes, de sol a sol, que muchos acabaron por ausentarse de las aulas y el Ayuntamiento decidió tomar medidas. Había que poner coto a aquella situación, por el absentismo escolar que estaba provocando, y los guardias municipales batieron la ciudad en busca de los muchachos más dados a cambiar el balón por los libros.

Pero no fue la única consecuencia. La creación de equipos se multiplicaba en El Cabo, El Toscal y Salamanca, los tres grandes núcleos vecinales de la capital, pero escaseaban los espacios para entrenar. Si bien se proyectaron nuevos campos entre la Rambla y Méndez Núñez o en las inmediaciones de la ermita de Regla, se requerían más solares para dar cabida a tanto practicante. Y cada cual se las componía como mejor podía, apareciendo un pequeño campito, de la noche a la mañana, en cualquier sector de Santa Cruz.

Así que, otra vez, el Consistorio se vio en la necesidad de intervenir, aunque las consecuencias políticas no tardaron en producirse: “El alcalde, futbófobo”. Con este titular del diario El Progreso se desayunó el 26 de octubre de 1923 el regidor local, Santiago García Sanabria, debido a su empeño por regular las condiciones en las que debían hallarse los espacios de juego para obtener la autorización municipal.

“Al alcalde no le gustan los chutes [por ‘shoot’, disparo], ni los corners, ni los golpes de cabeza. No solo no le gustan sino que es terrible enemigo de ello”, afirmaba el periódico republicano en su portada. “Su inquina al varonil y universal deporte nació, seguramente, cuando un chico que en la calle pateaba una pelota de trapo, le dio con ésta un golpe. Y decidido a terminar con el fútbol callejero, ha dispuesto la suspensión de su práctica en los terrenos particulares en que se entrenan los equipos de los clubs locales”, aseveraba.

Para qué fue aquello. Cuarenta y ocho horas después, otros rotativos como La Prensa o La Gaceta de Tenerife publicaban la réplica, bajo el título “Nota oficiosa”, donde García Sanabria explicaba los pormenores de la regulación, por la higiene de los recintos y la integridad de transeúntes y vecinos. También dejaba claro que “no siente la Alcaldía el deseo de poner trabas al desarrollo de tan útil y sano deporte, por el que siente la mayor simpatía, y cuya propaganda estima beneficiosa”. Por si acaso.

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