La madrugada del 18 de abril de 1945 quedó impresa en la historia del Club Deportivo Tenerife como su instante más negro. Un incendio arrasó la sede de la sociedad, sita en la calle del Castillo.
WEB CDT – 17 abril 2020 / JUAN GALARZA
Entrada la noche, en Santa Cruz no se oía un alma. Era jueves y la ciudad dormía después de que muchos vecinos, antes de meterse en la cama, captaran por la radio las últimas noticias llegadas acerca del conflicto bélico que estremecía al mundo. Decían que Berlín estaba a punto de caer.
La voz de alarma la dio un guardia de la Policía Armada que caminaba por la calle San José, en pleno corazón de la capital tinerfeña. Casi de manera simultánea, a Manuel Martín, inquilino del número 23 de la calle del Castillo, el olor a quemado le despertó de su sueño. Notó la humareda. El reloj marcaba las cinco de la mañana. Algo grave sucedía en los alrededores.
Saltó de la cama y se asomó a la ventana de su casa para comprobar lo que se temía: un incendio devoraba un edificio de la otra acera, el número 16, donde se hallaban las oficinas del CD Tenerife, en la esquina del callejón de José Murphy. Su magnitud era tal que corrían riesgo todos los inmuebles aledaños.
El fuego se inició en la pequeña industria sita en los bajos de la finca contigua, la Tapicería Valenciana, propiedad de Juan Navarro Hernández, propagándose con rapidez a la edificación lindante, propiedad de los Guimerá, cuya fachada principal daba a la populosa calle. En su primera planta estaba la sede tinerfeñista, sobre una mercería de la viuda e hijos de Marcelino Izquierdo y una relojería de la familia Villavicencio.
El vecindario más próximo fue avisado a tiempo y se procedió con rapidez al desalojo de las viviendas, aunque perdió todos sus enseres. Otros habitantes de los domicilios contiguos también salieron de sus casas en evitación de que el fuego se terminara por propagar. No obstante, las llamas alcanzaron las ventanas de la situada frente a la siniestrada, propiedad de Andrés Orozco, sin que tuviera mayores consecuencias.
CUATRO HORAS DE LUCHA. Superada la confusión inicial, hasta el lugar acudieron efectivos del servicio municipal de Bomberos, que contaron con el apoyo decisivo del cuerpo contra incendios de la Refinería de Petróleos, además de soldados del Parque de Artillería y de Intendencia y de fuerzas de Infantería, Artillería e Ingenieros. A todos ellos se unieron la Guardia Civil y Municipal, la Policía Armada y el Cuerpo General de Policía, así como la Cruz Roja.
La crónica publicada veinticuatro horas después en el periódico El Día destacaba “la labor de los arquitectos, señores Rumeu y Pisaca, y del comandante de Artillería, señor Gil de León, tomando medidas para localizar el fuego”. De igual manera, advertía que “desde los primeros momentos acudieron el Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento, camarada Julio Pérez, acompañado de su secretario particular, camarada Duque; alcalde, camarada Guimerá; comisario jefe de Policía, señor Escribano; teniente coronel de la Guardia Civil, señor Rodríguez; comandante, señor Marrero; comandante secretario de la Junta de Defensa Pasiva, señor Accame; capitán jefe de la Policía Armada, señor Valpuesta; jefe de la Guardia Municipal, camarada Reig Valentín, y otras personas”. A todos ellos se uniría “más tarde” el capitán general accidental, “señor Del Campo Tabernilla, acompañado de varios jefes y oficiales de la guarnición”.
Tras el arduo esfuerzo efectuado con este dispositivo, la extinción del incendio fue posible a las nueve de la mañana, cuatro horas después de darse la alerta. Sin embargo, hasta bien entrado el día quedó paralizado el tráfico por las calles del Castillo y San José, donde fuerzas de la Guardia Civil, Policía Armada y Guardia Municipal prestaban servicio de vigilancia.
El fuego derrumbó toda la techumbre y los tabiques de las dos casas siniestradas, casi reducidas a un montón de escombros, a excepción de las fachadas. Del establecimiento de tejidos sólo se pudo salvar algunos géneros; de la relojería se perdió la instalación y algunos objetos. El local del Tenerife fue totalmente pasto de las llamas, con sus enseres, archivo, documentación y trofeos. Como el incendio surgió en la trasera, donde se localizaba el taller, en fuentes del club se estimaba que al menos hubiera dado tiempo de salvar los trofeos. Pero no pudo ser. Lo impidió la ausencia de una escalera con la que llegar hasta la primera planta. Las utilizadas, de algunos comercios vecinos, no tenían la altura suficiente.
UN MAL PRESAGIO. Lo curioso del caso es que esa misma semana, apenas dos días antes del suceso, el secretario general del club, José Díaz Prieto, había comentado en público que no le agradaba que las oficinas de la entidad estuvieran situadas prácticamente encima de un taller industrial. Su confesión vino a coincidir con alguna crítica en la prensa acerca del papel desempeñado por los bomberos: “Obliga a que desde ahora se procure subsanar las deficiencias observadas en el servicio municipal de incendios, para que en casos como éste se baste para alcanzar los fines que le están encomendados”.
Sin que todavía se conocieran las causas que originaron el incendio, la primera evaluación de las pérdidas cifraba su importe en 100.000 pesetas. Pero otra cosa era el valor sentimental, que resultaba incalculable. El Tenerife no sólo perdía más de un centenar de trofeos, banderines y fotografías de los instantes más significativos de su historia de veintitrés años, sino también los documentos acreditativos del nacimiento del club y del tránsito fundacional, sobre la base del Sporting Club.
De hecho, en las vitrinas de la sede de la calle del Castillo se exponían trofeos conseguidos por el club nodriza, que uno de los prohombres del tinerfeñismo, Juan Labory, entonces secretario de la entidad desaparecida y que también lo sería del nuevo club, había guardado en su casa cuando las deudas acuciaban el Sporting y cundía la amenaza de que fuesen embargados. “Ante la situación creada -señala el periodista Tinerfe en su obra CD Tenerife: Sesenta años de historia-, [Juan Labory] tomó la decisión de llevarse los trofeos para su domicilio, donde los ocultó para evitar que fueran embargados; peligro que se corría por ser la mayoría de plata de ley. De esta forma, aquellos trofeos que cantaban las gestas del club que los había conquistado en buena lid, escaparon de las ‘garras’ de los acreedores”.
El 8 de agosto de 1922, cuando tuvo lugar la primera reunión de la junta directiva del Club Deportivo, presidida por el cónsul general de Uruguay en Canarias, Mario García Cames, el entusiasta Labory, depositario de los trofeos del Sporting, acudió a la sede del club con todas las copas, que fueron colocadas con frenesí en las flamantes estanterías de la nueva sociedad. Era la mejor manera de desquitarse de la desaparición forzosa de aquella entidad que naciera sobre las bases del Nivaria.
ADHESIONES MÚLTIPLES. Desde el mismo instante de conocerse la noticia del siniestro, un reguero de adhesiones de entidades y personas trató de menguar las consecuencias de aquella desgracia. Las primeras muestras de solidaridad llegaron de las federaciones de Fútbol, Baloncesto y Boxeo, la Real Sociedad de Colombofilia y el Club Galguero, además de otros clubes como el Real Hespérides -ofreció su equipo y el campo de La Manzanilla para celebrar un partido-, Buenavista, Villalta y Laurel.
Al día siguiente, el presidente Heliodoro Rodríguez López reunió con carácter extraordinario a la Junta Directiva, que acordó “reconstruir en lo posible el historial del club”, trabajo que empezó a efectuarse al mes siguiente en las dependencias de la Masa Coral Tinerfeña, que había ofrecido su sede para acoger de manera provisional las oficinas de esta institución deportiva. Dos años más tarde, en enero de 1947, el CD Tenerife abrió las puertas de un nuevo domicilio social en la plaza de la Candelaria, en los altos de la joyería Claverie, donde hoy se encuentra el edificio Olympo.
Fue ante ese inmueble donde se celebró una de las grandes gestas del tinerfeñismo moderno, a resultas del acceso a categoría nacional, por la vía de la promoción a Segunda, en 1953. Seis años más tarde llegaría la siguiente mudanza, esta vez al número 2 de la calle Viera y Clavijo, en la esquina con Suárez Guerra, donde se festejó el siguiente gran hito en los anales del CD Tenerife, con el ascenso a Primera División de 1961. En dicho enclave permanecería la sede de la sociedad hasta comienzos de los noventa, cuando se produjo el traslado a las oficinas del callejón del Combate, muy próximas a aquellas otras. Hoy en día se recuerdan las colas de aficionados en torno al número 1 del citado peatonal para suscribir sus acciones en el proceso de conversión de club a sociedad anónima deportiva.
PÉRDIDAS Y RÉPLICAS. Los rectores del club en el instante del incendio coincidieron en señalar tres trofeos como los más valiosos entre todos los perdidos: la Copa de Oro de SM El Rey, de 1929; el de la primera visita del Real Madrid (1932) y el de la Liga Inter-Regional obtenida en propiedad en 1943, después de ganar la competición durante tres temporadas consecutivas, y donada originalmente por los cabildos de Tenerife y Gran Canaria. Una platería madrileña se encargó de replicarlos, por encargo expreso de Heliodoro Rodríguez López, quien costeó el trabajo de su bolsillo.
De la misma manera, otros fervientes seguidores blanquiazules aportaron copias de trofeos, como fueron los casos de Arturo Spragg, cónsul de Inglaterra, con el correspondiente a la visita del Everton (1934), o de José López Luis, con la copa del Campeonato Nivaria (1923). Además de este tipo de recuerdos, el club perdió una colección enorme de fotografías y banderines pertenecientes a visitas históricas como las del Liverpool, Viena, Real Madrid, Athlétic de Bilbao, Atlético de Madrid, Español, Sevilla, Betis, Real Sociedad o Marítimo de Funchal. Fueron muchos los particulares que decidieron donar reproducciones que guardaban de aquellos instantes, igual que clubes como el Hespérides o el Marino grancanario.
Otra de las pérdidas valiosas entre lo que quedó calcinado dentro del edificio fue un balón, donado a modo de trofeo por el exjugador blanquiazul Ángel Arocha. Correspondía a la célebre final del Copa de 1928, en la que su equipo, el Barcelona, se había impuesto a la Real Sociedad después de jugar tres partidos en Santander, entre el 20 de mayo y el 29 de junio. La gesta ha sido calificada como la más grande de la historia del club azulgrana.
En el primero de esos encuentros, que acabó con empate a un gol, cayó gravemente lesionado Franz Platko, a quien glosó Rafael Alberti con una oda hacia el portero barcelonista. Dos días después, el desempate se saldó con una segunda igualada a uno. El tercer choque se demoró hasta finales de junio, por la celebración en Amberes de los Juegos Olímpicos. Cuando el marcador señalaba otro empate a un gol, el tinerfeño Arocha deshizo las tablas. El Barcelona terminó imponiéndose (3-1) y el balón del partido acabó en las vitrinas del CD Tenerife.