Rommel jugó 4 temporadas en el CD Tenerife, en las que disputó 149 partidos oficiales y marcó 63 goles. Los números son excelentes, pero, más allá de las cifras, se convirtió en ídolo por su entrega, sencillez, humildad, carisma o cariño que siempre mostró a su Isla, incluso cuando abandonó la entidad. El 6 de mayo de 1993 un maldito accidente de tráfico lo transformó en mito.
WEB CDT / LUIS PADILLA (ACAN)
Un gol a Chile, un par de tantos a Inglaterra… y cinco dianas a Venezuela, tres de ellas de cabeza, en un milagroso empate (5-5) en tiempo de prolongación. Esa fue la carta de presentación de Rommel Fernández Gutiérrez (El Chorrillo, 1966-Albacete, 1993) como líder de Panamá en el Mundialito de la Emigración que se disputó en el sur de Tenerife en el verano de 1986. Con esos datos y una recomendación de Fernando Pérez, eterno técnico del Arona, José Antonio Barrios –vicepresidente del CD Tenerife, que también ejercía como secretario técnico en la nueva directiva que presidía Javier Pérez– recomendó su fichaje.
Por el camino, para no dar pistas a otros ojeadores, la entidad blanquiazul evitó que jugara un amistoso entre una selección de emigrantes y el propio CD Tenerife. Y luego, tras marcar otro gol a Brasil y despedirse como máximo realizador de aquel torneo, apostó por su contratación a pesar de que Rommel tenía poco de emigrante –o hijo de emigrantes– y todo de panameño. “Ni siquiera leí el papel. Sólo quería quedarme en España. Firmé y ya está”, admitiría el delantero años más tarde. Firmó en una pizzería y con una ficha, luego mejorada, de 100.000 pesetas anuales.
Con el primer equipo recién descendido a Segunda División B, donde estaba prohibido alinear extranjeros, la solución fue que entrenara con los mayores y jugara con el filial, el Tenerife Aficionado. Con 20 años, Rommel se cansó de marcar goles –y de pelearse con los defensas rivales– en los campos de tierra de aquella Categoría Preferente. Acabado el curso con el ascenso del CD Tenerife a Segunda División, la entidad redobló su apuesta: pese a su nula experiencia en la alta competición, le dio una de las dos únicas plazas de extranjero que se admitían entonces.
De la mano de Martín Marrero, Rommel debutó con el primer equipo el 2 de septiembre de 1987 ante el Laguna (1-2) en el Francisco Peraza, en partido de Copa del Rey. Diez días más tarde se estrenó en Liga frente al Jerez: suplió a Camacho en el descanso y tardó un minuto en marcar el empate (1-1). A partir de ahí su historia es conocida: no fue titular hasta la novena jornada, ya con Justo Gilberto como técnico interino, cuando abrió el marcador ante el Deportivo (2-2). Y con Pepe Alzate en el banquillo fue indiscutible, aunque una lesión le tuvo casi tres meses parado.
Rommel cerró su primer curso como profesional con once goles (ocho en Liga y tres en Copa), mucho margen de mejora y el cariño de la grada, que valoró su capacidad de trabajo y sus ganas de aprender. Muy mejorado físicamente tras el trabajo realizado con Andrés Mateos, también progresó en el plano técnico y en su lectura de juego, para explotar en el curso 88-89 con Joanet de entrenador. Aquel curso firmó 23 goles (18 en Liga, tres en Copa y dos en la inolvidable promoción ante el Betis), lideró el ascenso blanquiazul a Primera División… y se convirtió en ídolo.
Además, Rommel dejó para la historia registros y momentos inolvidables. Ahí están los ¡16 goles de cabeza! que logró ese curso, seis de ellos en apenas noventa minutos entre la despedida liguera ante el Figueras y la ida de la promoción con el Betis. O su festejo ante el Mallorca –rodillas en tierra y brazos al cielo– inmortalizado por Juan Correa. O sus lágrimas sobre el césped del Villamarín, mientras hablaba con su madre, doña Mélida, gracias a la magia de Mayte Castro (Radio Club) en un tiempo sin móviles y una tecnología que hoy parecería jurásica.
“Mamá, subimos. ¿Cómo estás? ¿Cómo están mis hermanos? Mamá, te quiero”. Un tesoro de once palabras –que casi tres décadas después de aquel ascenso es difícil escuchar sin llorar– resume la sencillez de Rommel y el amor por su gente. Unos atributos que no quiso perder ese verano, cuando tuvo ofertas para irse de la Isla y prefirió jugar en la máxima categoría con su Tenerife. Y lo hizo muy bien. Fijo para Miera, Azkargorta o Solari, disputó 64 partidos (61 de titular) como blanquiazul en la élite, en los que marcó 23 goles. Y otros seis en la Copa del Rey.
El 2 de junio de 1991, ante el Valladolid, jugó su último partido como local en el Heliodoro. Y se despidió en modo Rommel: marcó el gol del triunfo (1-0) que sellaba la permanencia blanquiazul en la élite. Una oferta irrechazable –más por el CD Tenerife que por el jugador– le llevó ese verano al Valencia, con el que en el curso 91-92 vino dos veces a su Isla (Copa y Liga), marcando en el Heliodoro un tanto que no celebró. La campaña siguiente, cedido al Albacete, también pasó dos veces por Tenerife, aunque una lo hizo para jugar –y marcar– en Copa ante el Realejos.
Su última visita al Heliodoro se produjo el 28 de febrero de 1993, cuando antes de empatar (2-2) con el Albacete participó, risueño y alegre, en un homenaje que se le tributó a Celia Cruz. Bromeó con la reina de la salsa, firmó autógrafos, se sacó centenares de fotos y se fue feliz. Dos meses más tarde, el 6 de mayo de 1993, un maldito accidente de tráfico heló el corazón de los miles y miles de seguidores que Rommel Fernández Gutiérrez aún conservaba –y conserva– en su Isla. Y ese día, el último gran ídolo blanquiazul se convirtió en mito.